lunes, 29 de noviembre de 2010

VIGILIA POR LA VIDA NACIENTE





El sábado en la Basílica de San Pedro

CIUDAD DEL VATICANO, lunes 29 de noviembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto de la homilía que el Papa Benedicto XVI pronunció el pasado sábado por la tarde, durante la Vigilia por la Vida Naciente, antes de comenzar las Primeras Vísperas del primer domingo de Adviento, con el que se inauguraba este tiempo litúrgico.

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Queridos hermanos y hermanas,

con esta celebración vespertina, el Señor nos da la gracia y la alegría de abrir un nuevo Año Litúrgico comenzando por su primera etapa: el Adviento, el periodo que hace memoria de la venida de Dios entre nosotros. Todo inicio trae consigo una gracia particular, porque está bendecido por el Señor. En este Adviento se nos concederá, una vez más, hacer experiencia de la cercanía de Aquel que creó el mundo, que orienta la historia y que se ha cuidado de nosotros llegando hasta el culmen de su condescendencia con el hacerse hombre. Precisamente el misterio grande y fascinante del Dios con nosotros, es más, del Dios que se hace uno de nosotros, es cuanto celebraremos en las próximas semanas caminando hacia la santa Navidad. Durante el tiempo de Adviento sentiremos a la Iglesia que nos toma de la mano y, a imagen de María Santísima, expresa su maternidad haciéndonos experimentar la espera gozosa de la venida del Señor, que nos abraza a todos en su amor y nos consuela.


Mientras nuestros corazones se dirigen hacia la celebración anual del nacimiento de Cristo, la liturgia de la Iglesia orienta nuestra mirada a la meta definitiva: el encuentro con el Señor que vendrá en el esplendor de la gloria. Por esto nosotros, que en cada Eucaristia, "anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección, en espera de su venida”, vigilamos en oración. La liturgia no se cansa de animarnos y de sostenernos, poniendo en nuestros labios, en los días del Adviento, el grito con el que se cierra toda la Sagrada Escritura, en la última página del Apocalipsis de san Juan: “¡Ven, Señor Jesús!" (22, 20).

Queridos hermanos y hermanas, nuestra reunión esta tarde para comenzar el camino del Adviento se enriquece con otro importante motivo: con toda la Iglesia, queremos celebrar solemnemente una vigilia de oración por la vida naciente. Deseo expresar mi agradecimiento a todos aquellos que se han adherido a esta invitación y a cuantos se dedican de modo específico a acoger y custodiar la vida humana en las diversas situaciones de fragilidad, en particular en sus inicios y en sus primeros pasos. Precisamente el inicio del Año Litúrgico nos hace vivir nuevamente la espera de Dios que se hace carne en el seno de la Virgen María, de Dios que se hace pequeño, se convierte en niño; nos habla dela venida de un Dios cercano, que ha querido recorrer la vida del hombre, desde el comienzo, y esto para salvarla totalmente, en plenitud. Y así el misterio de la Encarnación del Señor y el inicio de la vida humana están íntima y armónicamente conectados entre sí en el único designio salvífico de Dios, Señor de la vida de todos y cada uno. La encarnación nos revela con intensa luz y de modo sorprendente que toda vida humana tiene una dignidad altísima, incomparable.

El hombre presenta una originalidad inconfundible respecto a todos los demás seres vivientes que pueblan la tierra. Se presenta como sujeto único y singular, dotado de inteligencia y voluntad libre, además de estar compuesto de realidad material. Vive simultanea e inescindiblemente en la dimensión espiritual y en la dimensión corpórea. Lo sugiere también el texto de la Primera Carta a los Tesalonicenses que ha sido proclamado: “Que el Dios de la paz – escribe san Pablo – os santifique plenamente, para que os conservéis irreprochables en todo vuestro ser –espíritu, alma y cuerpo– hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo" (5,23).


Somos por tanto espíritu, alma y cuerpo. Somos parte de este mundo, ligados a las posibilidades y a los límites de la condición material; al mismo tiempo estamos abiertos a un horizonte infinito, capaces de dialogar con Dios y de acogerlo en nosotros. Actuamos en las realidades terrenas y a través de ellas podemos percibir la presencia de Dios y tender a Él, verdad, bondad y belleza absoluta. Saboreamos fragmentos de vida y de felicidad y anhelamos la plenitud total.

Dios nos ama de modo profundo, total, sin distinciones; nos llama a la amistad con Él; nos hace partícipes de una realidad por encima de toda imaginación y de todo pensamiento y palabra: su misma vida divina. Con conmoción y gratitud tomemos conciencia del valor, de la dignidad incomparable de toda persona humana y de la gran responsabilidad que tenemos hacia todos. “Cristo, el nuevo Adán – afirma el Concilio Vaticano II –, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación... con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (Const. Gaudium et spes, 22).

Creer en Jesucristo comporta también tener una mirada nueva sobre el hombre, una mirada de confianza, de esperanza. Por lo demás la misma experiencia y la recta razón atestiguan que el ser humano es un sujeto capaz de entender y de querer, autoconsciente y libre, irrepetible e insustituible, cumbre de todas las realidades terrenas, que exige ser reconocido como valor en sí mismo y que merece ser acogido siempre con respeto y amor. Él tiene derecho a no ser tratado como un objeto que poseer o como una cosa que se pueda manipular a voluntad, de no ser reducido a puro instrumento a ventaja de otros y de sus intereses.


La persona es un bien en sí misma y es necesario buscar siempre su desarrollo integral. El amor hacia todos, además, si es sincero, tiende espontáneamente a convertirse en atención preferencial por los más débiles y los más pobres. En esta línea se coloca la solicitud de la Iglesia por la vida naciente, la más frágil, la más amenazada por el egoísmo de los adultos y por el oscurecimiento de las conciencias. La Iglesia continuamente reafirma cuanto declaró el Concilio Vaticano II contra el aborto y toda violación de la vida naciente: “La vida, una vez concebida, debe ser protegida con el máximo cuidado" (ibid., n. 51).

Hay tendencias culturales que intentan anestesiar las conciencias con motivos pretextuosos. Respecto al embrión en el seno materno, la ciencia misma pone en evidencia su autonomía capaz de interacción con la madre, la coordinación de sus procesos biológicos, la continuidad del desarrollo, la creciente complejidad del organismo.


No se trata de un cúmulo de material biológico, sino de un nuevo ser vivo, dinámico y maravillosamente ordenado, un nuevo individuo de la especie humana. Así lo fue para Jesús en el seno de María; así lo ha sido para cada uno de nosotros, en el seno de la madre. Con el antiguo autor cristiano Tertuliano podemos afirmar: “Es ya un hombre aquel que lo será" (Apologético, IX, 8); no hay ninguna razón para no considerarlo persona desde la concepción.

Por desgracia, también después del nacimiento, la vida de los niños sigue estando expuesta al abandono, al hambre, a la miseria, a la enfermedad, a los abusos, a la violencia, a la explotación. Las múltiples violaciones de sus derechos que se cometen en el mundo hieren dolorosamente la conciencia de todo hombre de buena voluntad. Ante el triste panorama de las injusticias cometidas contra la vida del hombre, antes y después del nacimiento, hago mío el apasionado llamamiento del Papa Juan Pablo II a la responsabilidad de todos y de cada uno: “¡Respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!” (Enc. Evangelium vitae, 5).


Exhorto a los protagonistas de la política, de la economía y de la comunicación social a hacer cuanto esté en sus posibilidades para promover una cultura siempre respetuosa de la vida humana, para procurar condiciones favorables y redes de apoyo a la acogida y al desarrollo de esta.

A la Virgen María, que acogió al Hijo de Dios hecho hombre con su fe, con su seno materno, con el cuidado solícito, con el acompañamiento solidario y vibrante de amor, confiamos la oración y el compromiso a favor de la vida naciente. Lo hacemos en la liturgia – que es el lugar donde vivimos la verdad y donde la verdad vive con nosotros – adorando la divina Eucaristía, en la que contemplamos el Cuerpo de Cristo, ese Cuerpo que tomó carne de María por obra del Espíritu Santo, y que nació de ella en Belén, para nuestra salvación. Ave, verum Corpus, natum de Maria Virgine!

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]





miércoles, 17 de noviembre de 2010

Castidad vs. Promiscuidad

Foto: TVPerú

La libertad de expresión debiera ser un derecho de todos.


El ataque gratuito no es libertad de expresión.


Para algunos periodistas parece ser que los cristianos no tenemos derecho a opinar.

El Cardenal ha sido uno de los pocos ciudadanos que ha sabido decir las cosas con claridad sobre los preservativos.De inmediato Álvarez Rodrich y Renato Cisneros, han publicado sus respectivos artículos (uno con censura incluída). ¿dando razones de su preferencia de los preservativos?¿justificando la campaña de Ugarte?.


Nada de eso sólo se limitan a repetir los clichés de siempre y a criticar al Cardenal. Cisneros usa chistes que a él le parecen graciosos. Rodrich no puede ocultar su rabia, parece que aún no aprende a tolerar a los cristianos.En fin. ¿podría la falta de argumentos de los amigos del preservativo, legitimar a los detractores? No, pero es un avance.


Yo pienso que el meollo del asunto es la opción entre castidad y promiscuidad. En efecto, el origen del problema radica en la aproximación que se tiene con respecto a la sexualidad.Existe la aproximación que nunca separa la dimensión unitiva de la procreativa, la que exige la vivencia de la castidad, la fidelidad, la monogamia. Generalmente son los cristianos los que la defienden, pero no sólo ellos.La otra aproximación es la del "sexo recreativo", la de concebir el sexo, separando la dimensión unitiva, el disfrute del placer de la procreativa, de la apertura a la vida. Esta no exige ni castidad, ni fidelidad, ni monogamia. De hecho puede vivirse sin ninguna de estas condiciones. Un promiscuo puede vivir esta aproximación, pero no puede vivir la primera. Y ojo, no digo que todos los que usen preservativos sean promiscuos. A mí me parecen moralmente cuestionables, pero hay casos y casos. Yo estoy en contra de ellos, pero hay mucha gente que los usa y entiendo que es parte de la libertad de cada uno. Mi oposición radica en que la sexualidad cerrada a la vida, es lmitada. Cerrarse a la vida en la sexualidad sólo me parece aceptable de manera natural, la invasión de agentes artificiales en algo tan natural como el sexo, nunca me parecerá normal. Es lo que pienso.


El que el ministro Ugarte reparta preservativos SI ES una promoción de la segunda aproximación. Es importante que se respete la libertad individual. Muchos estarán de acuerdo con los preservativos de acuerdo a su moral. Yo discrepo, pero entiendo y defiendo el libre albedrío de cada uno, sólo cuando no es una amenaza para terceros.


Cada bando tiene el deber de exponer sus ideas con respeto. Y argumentar en lugar de censurar.En este último caso. Rodrich y Cisneros no han tenido una argumentación sólida, y han caído en falacias ad hominem. ¿Son censurables por ello?. No lo creo. Pero si llaman la atención de que el debate debe de subir de nivel.

viernes, 5 de noviembre de 2010

La Iglesia no es Homofóbica (aunque muchos homosexuales sean cristianófobos)



La homofobia es definida por la Real Academia Española de la Lengua como la aversión obsesiva hacia las personas homosexuales.


Si examinamos el cuerpo doctrinal de la Iglesia Católica encontramos que en la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la atención pastoral a las personas homosexuales de 1 de octubre de 1986 se indica:


“Es de deplorar con firmeza que las personas homosexuales hayan sido y sean todavía objeto de expresiones malévolas y de acciones violentas. Tales comportamientos merecen la condena de los pastores de la Iglesia, dondequiera que se verifiquen” (n. 10).

Por lo tanto, podemos concluir fácilmente que la Iglesia no es homofóbica porque no se encuentran elementos de odio hacia los homosexuales.

Pero el caso es que esta respuesta aún no es satisfactoria porque a pesar de la claridad del la doctrina de la Iglesia una de las acusaciones que algunos siguen lanzando contra la Iglesia es que es homofóbica.

Quienes hacen esta afirmación basan sus acusaciones en que los actos homosexuales en la doctrina católica son considerados pecado. Por lo tanto, la pregunta correcta sería si es homofobia que se considere pecado el acto homosexual.

Al respecto hay que hacer una distinción. La Iglesia condena los actos, no las personas. En realidad esta cuestión se ha de enmarcar dentro del papel que se otorga a la sexualidad en la doctrina de la Iglesia. En efecto, para la Iglesia Católica la sexualidad tiene una función unitiva de las personas y se ha de relacionar necesariamente con la función procreadora, que es su finalidad natural.

Según el Catecismo de la Iglesia Católica la doctrina sobre la sexualidad “está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador” (n. 2366, citando la Encíclica Casti Connubii de Pío XI).

Por ello la Iglesia considera pecado todo acto que separe en la sexualidad ambos aspectos, el unitivo y el procreador. Entre ellos se incluyen los actos homosexuales, pero no solo estos actos. También están condenados los actos individuales (la masturbación) o los adulterios, pues separan en la sexualidad la procreación y la unión de las personas
. Dejando aparte las razones naturales que también se aducen para condenar estas conductas, no se entiende que los homosexuales se sientan discriminados por la Iglesia y no se sientan discriminados quienes practican la masturbación o el adulterio, por poner unos ejemplos.

Acusar a la Iglesia Católica de homofóbica porque considera pecado los actos homosexuales encierra una intromisión en la autonomía de una confesión religiosa y por ello es una discriminación hacia la Iglesia Católica, pues se pretende dictarle cuál debe ser su cuerpo doctrinal y moral.

Una persona con tendencias homosexuales no está obligada a ser católica, pero si decide vivir su fe como católico lo hace sabiendo que los actos que pudiera realizar siguiendo esa tendencia serían considerados pecado en su religión, al menos en cuanto al hecho objetivo.

Otras religiones consideran pecado el consumo de carne de cerdo o la bebida de productos alcohólicos y nadie las considera discriminatorias por ello. Quienes aprecian el vino o el jamón ibérico, si quieren seguir consumiendo su producto preferido sin cargo de conciencia, lo que deben hacer es no convertirse en musulmanes. Pero nunca se ha oído decir que los gourmets hayan pedido que el Islam modifique el Corán. No se entiende por qué los homosexuales piden que la Iglesia cambie su postura. Como ya hemos indicado, estamos dejando aparte las razones naturales que se aducen para condenar los actos homosexuales.

Por lo tanto, a la Iglesia Católica no se le puede acusar de homofobia. La doctrina católica sobre la homosexualidad no supone una discriminación de las personas, puesto que el derecho a la igualdad de los homosexuales, en la doctrina católica, está garantizado. Son los actos homosexuales los que se rechazan al considerarlos pecado, lo cual entra dentro de la legítima autonomía de la Iglesia Católica. Los homosexuales a los que no les guste esta doctrina lo que pueden hacer es vivir indiferentes frente a la Iglesia Católica, pero pretender que la Iglesia cambie su doctrina en este punto es una intromisión intolerable.

Fuente: www.pensamientocatolico.blogspot.com